LUCHA
Era invierno en aquel pueblo, la copiosa nieve caía abundantemente en los tejados de las casas que aún quedaban en pie. Abrí los ojos, como todas las mañanas al salir el sol, sol que aquella mañana de Diciembre apenas se dejaba ver. Era el último habitante de un pequeño pueblo del Pirineo Aragonés, me había quedado solo a finales del siglo XX a causa de la construcción de un cementerio nuclear, y de una línea de alta tensión. El resto de la población de aquel pueblo había emigrado a una gran ciudad o incluso a otros países.
Al levantarme, pensé que aquel sería otro de los días de mi lenta agonía, de mi largo trayecto hacia la muerte, de mi triste viaje al más allá. Yo, ya sabía que me quedaba poco tiempo de vida, poco tiempo para disfrutar de mi pueblo, poco tiempo para enfadarme con los políticos que habían hecho de mi pueblo un lugar inhabitable. Lo que yo no sabía es que aquel día sería uno de los últimos de mi larga vida, de mi larga vida en aquel pueblo, donde las casas más altas, rozaban el cielo con sus chimeneas y donde los cipreses del cementerio tocaban con sus ramas el espíritu de aquellas personas muertas que lucharon por la salvación de mi pueblo.
Al terminar mi desayuno, saque un viejo álbum de fotos de la estantería del cuarto de estar y me senté en un gran sillón, situado cerca de la chimenea, junto a la escalera de madera, barnizada solo hace unos pocos meses. Al pasar la primera página del álbum, aparecía una foto grande en blanco y negro del pueblo en sus años más gloriosos. Cada vez que miraba aquella foto, se me saltaban las lagrimas sin remedio y recordaba aquellos maravillosos años que el pueblo rebosaba alegría y vida.
Pase la segunda página del álbum, el corazón me empezó a latir más y más deprisa, allí estaba aquella foto, tomada por el mismísimo demonio tan solo hace unos pocos años. En aquella foto se veía a las excavadoras destruyendo la casa de los Martínez, una casa que construida hace siglos había pasado inexpugnable el paso del tiempo y de los duros inviernos y que ahora albergaba un inmenso cementerio nuclear.
Cerré el álbum y me dispuse a dar un paseo, cuando salí de casa seguía nevando abundantemente y todos los caminos estaban rebosantes de nieve. Los inviernos eran muy duros en aquella parte del Pirineo y yo me encontraba incomunicado la mayor parte del año, solamente algunos veranos subía el médico de la comarca para vigilar mi enfermedad, producida por las radiaciones desprendidas del cementerio nuclear.
Caminé varios metros y al llegar al final de la calle me tope con una gran sorpresa, durante la noche, el tejado de la antigua escuela se había derrumbado, al momento los recuerdos de mi infancia se agolpaban en mi cabeza, las clases de literatura, los juegos en el prado, las lecciones de aragonés y tantos y tantos recuerdos de tiempos pasados. Al girarme para emprender el regreso hacia mi casa, la única en pie del pueblo, vi aquel monstruo de hierro en mitad de la antigua plaza y no pude contener las lágrimas, lágrimas de añoranza y soledad.
Cuando abrí la puerta de mi casa, la única en pie del pueblo, oí un extraño ruido, un ruido espeluznante que me recordaba el ruido de las excavadoras el día de la demolición del pueblo. Creí que había llegado mi hora, que la muerte había venido a buscarme para llevarme con ella, que mi tiempo de estancia entre los vivos se había agotado, que el último grano en el reloj de arena había caído para siempre.
Me convencí de que tenía que luchar por mi vida, de que no podía abandonar así a mi pueblo, a mi casa, a mi montaña, no podía defraudar a mi gente, a la gente que confiaba en mí. El ruido era de una excavadora, estaban demoliendo mi granero, vi junto a la excavadora a un hombre alto y con un gran casco amarillo en su cabeza. Comprendí que me querían destruir la casa y así echarme del pueblo, pero yo tenia que luchar. Intente hablar con aquel hombre, pero era inútil, el ruido era infernal y además aquel hombre no entendía mi idioma, aunque, tampoco hacia grandes intentos para entenderme. Al fin el horrible ruido ceso y pude acercarme con gran enfado.
Aquel hombre me explicó que tenían órdenes de derribar más casas para ampliar el cementerio nuclear y poder traer más y más residuos nucleares. También me dijo que dentro de unos días vendrían los de Eléctricas a colocar más torres de alta tensión para poder abastecer a las grandes ciudades de otros países. En definitiva, mi pueblo estaría abarrotado de residuos nucleares y enormes torres de alta tensión que era contra lo que yo estaba luchando desde tiempos inmemorables hasta casi los últimos días de mi agónica vida.
Al imaginar mi pueblo rebosante de residuos nucleares, y repleto de torres de alta tensión, el corazón se me encogía y la cabeza me daba vueltas como si de una noria de feria se tratara. Lo único que me quedaba ya era encerrarme en mi casa y esperar a que la muerte hiciera acto de presencia en aquel pueblo perdido, entre las grandes y espléndidas montañas de mi querido Pirineo.
Eran las tres de la madrugada y el cielo cubierto de estrellas me recordaba la infancia, cuando todavía el pueblo estaba lleno de gente y los domingos, la iglesia románica, se quedaba pequeña para oír las batallitas del Padre Ángel en sus viajes por aquellos remotos países de América del Sur. Mi infancia había sido como la de cualquier niño en el seno de una familia humilde, una infancia tranquila y feliz, una infancia repleta de recuerdos maravillosos, de excursiones apasionantes por aquellas inmensas montañas, que los veranos mostraban su cara dulce con hermosas praderas y los inviernos su cara amarga con copiosas nevadas. Aquellas montañas que habían arrebatado la vida de tantos y tantos montañeros que buscaban un sitio en el Olimpo de los Dioses, aquellas montañas donde el paso de los siglos había dejado su huella en forma de inmensas cumbres y grandiosos ibones.
Era una noche muy fría y la leña para la chimenea se me había terminado, tenia que ir al granero, medio derruido por las excavadoras, para coger unos pocos trozos de leña que calentasen todos los rincones de mi casa, el tiempo era horrible y el viento, cada vez más fuerte, me movía de un lado para otro hasta hacerme caer. Después de levantarme, no sin un gran esfuerzo, saque los pies de la nieve, me llegaba hasta la rodilla, y me conduje de nuevo hacia el granero, situado apenas a 300 metros de mi casa. Al llegar a la puerta del granero, vi que la nieve la cubría por completo y era imposible abrirla sin ayuda de alguna herramienta, me di por vencido y emprendí el camino de regreso al hogar. Al avanzar tan solo unos pasos el corazón se me paró y caí fulminado al suelo, como cae un árbol fulminado por un rayo en un día de tormenta.
Toda mi vida pasó por mi mente en un instante, pensé como seria la otra vida, me la imaginaba como mis montañas en verano, con una gran pradera verde donde no existían los cementerios nucleares ni las torres de alta tensión ni políticos egoístas que solo pensaban en llenarse el bolsillo de una cosa verde llamada, dinero. Me lo imaginaba repleto de vegetación, y no de energía nuclear como mi pueblo. Yo esperaba que mis días en aquel lugar, llamado por algunos cielo, no fuesen parecidos a mis últimos días en el pueblo, donde lo único que se oía era mi respiración, entrecortada, por causa de aquella enfermedad que me corría por el cuerpo desde hace bastantes años.
La nieve caía sin remedio cubriendo mi cuerpo inerte. Me imagino que algún día me encontraran; tal vez en verano, cuando subiera el médico, a controlar mi enfermedad o tal vez me encontraran las excavadoras al derribar mi casa para colocar más y más torres de alta tensión. No tengo familia, así que supongo que enviaran mi cuerpo al gran pueblo de la comarca, y luego el médico mandaría enterrarme en el cementerio de mi pueblo, como yo le había ordenado el año pasado, en su última visita a mi casa. Imagino, que mi entierro seria como toda mi vida, en soledad, no habría flores ni llantos desconsolados, tan solo habría un par de personas rellenando mi fosa con tierra y más tierra.
Mi lucha había terminado, nadie más lucharía por mi pueblo, quedaría deshabitado por y para siempre. Deshabitado de gente, pero por desgracia, habitado por residuos nucleares y torres de alta tensión. Comprendí que nadie me echaría de menos, que nadie lloraría mi muerte, que nadie lucharía como yo había luchado en mis mejores tiempos y también comprendí que no solo me había muerto por mi enfermedad, sino por una causa mayor, la soledad.
Zaragoza, diciembre 1995.